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Carlos
Sanrune estudió ingeniería, carrera que cursó más por pragmatismo que por amor a la cosa técnica.
No obstante, y a pesar de su falta de vocación para las ecuaciones y el
diseño de circuitos, consiguió terminar los duros estudios con excelentes
calificaciones, lo que para algunos demostró -erróneamente- que aquel muchacho
prometía, pues cierto fue que no
estudiaba en demasía. Tras el paréntesis inevitable que en aquellos
tiempos significaba el servicio militar, dejándose llevar por un
irresuelto espíritu viajero, emigró a Latinoamérica, donde vivió
tres de los más felices años de su vida impartiendo abstrusos
conocimientos de electrónica a la población juvenil de una comunidad
indígena. Casi a punto de ser expulsado por el gobernador del Estado donde vivía con el argumento de que
el
joven español quería convertirle a aquellos muchachos en
comunistas, tuvo que regresar a España con el pretexto oficial de que
consideraba agotada su aventura americana, cosa falsa,
pues nunca ya en su vida consiguió desprenderse del runrún que en su
pecho quedó por la nostalgia de aquellas tierras. Tras su regreso tuvo la fortuna de ingresar en una multinacional americana, la cual, al poco tiempo, fue absorbida por otra asiática, quien a su vez no tardó en ser engullida por una tercera y aún más poderosa, de nuevo americana. En esta sucesión de multinacionales que se fagocitaban y cambiaban de nombre, de logotipo y de cultura corporativa, permanecería la totalidad de su vida laboral fingiendo creer en lo que hacía, lo que le permitió escalar a puestos de responsabilidad, y esto a viajar por todo el mundo en viajes aburridísimos donde muchas veces -para su frustración- se veía limitado a visitar las oficinas de su compañía, el hotel donde se hospedaba, algún restaurante caro donde cenaba con colegas tan aburridos como él y el aeropuerto al llegar y al partir. En algunas ocasiones daba igual que se tratase de Tokio, de Atlanta o de Budapest. Cuando
cumplió una cierta edad, cada vez más aburrido en su trabajo, aprovechó
una nueva fusión de negocios en aquella empresa tan cambiante para salir por la puerta
falsa. A partir de entonces se dedica, por fin, a lo que verdaderamente
le gusta: viajar, escribir y disfrutar del arte y de la literatura.
Porque a Carlos Sanrune le entusiasma el arte en general, pero sobre
todo el contemporáneo que aún utiliza soportes tradicionales, tales
como el papel, el lienzo, el mármol o la piedra,
y ama la literatura, sin la que no podría vivir. En lo relacionado con
su pasión por viajar, hay que reconocer que ha viajado mucho, por vocación y también
espoleado por su pareja, otro espíritu viajero aún más pronunciado
que el suyo. A ambos les gusta huir de los caminos más trillados,
buscando siempre el enriquecedor exotismo de lugares alejados, cuanto más
mejor, de las rutas muy frecuentadas. Aunque eso sí, el hotel en el que
se alojan debe poseer un mínimo nivel: cama con sábanas limpias, baño en la habitación, agua
caliente, ausencia de bichos correteando por las paredes y un bar donde puedan tomar
cerveza helada tras una dura jornada dedicada a empaparse de lo que el
lugar ofrece (son conscientes que el ser tan tiquismiquis les impide
visitar otros destinos que les encantaría, pero lo asumen). Un día
Carlos Sanrune se
puso a contar los países que conocía y para hacerlo tuvo que dar
varias vueltas a los dedos de sus manos, pues resultó que había estado
en más de 40 países diferentes: de India a Brasil, pasando por
Birmania, Mozambique, Vietnam, Siria o Guatemala. Comparte la vida con su pareja desde hace más de veinte años. Con ella vive en un apartamento lleno de libros y cuadros en el centro de Madrid. Aunque aman la ciudad, de ella escapan en cuanto pueden para refugiarse en una casita de piedra situada en medio de un campo siempre verde lleno de robles y castaños (también algún que otro eucalipto), lugar al que esperan huir definitivamente cuando la otra mitad de la pareja deje también de trabajar, algo que, por desgracia, no está próximo. Carlos
Sanrune se define a sí mismo como un ser con un gran sentido práctico,
pero algo testarudo, un poco taciturno, dado a la melancolía, de
emoción fácil, impaciente, solitario, solidario, progresista en lo
social, descreído, tolerante y buena
persona. Es decir, de izquierdas y tristón. Su última aventura consiste en ser parte del equipo fundador de la nueva editorial alternativa y LGBT, Amistades Particulares.
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